Reflexiones, Sacerdocio
San Antonio de Padua.
San Antonio de Padua, es el santo de los milagros, de acuerdo con la devoción popular, pues encuentra buen marido a la joven casadera que no halla, y descubre las cosas perdidas a sus devotos; pero, mil veces más importante que todo esto, es el testimonio que durante su vida brindó a los fieles, un testimonio de plena entrega al servicio del Evangelio. Fernando, tal era su nombre de bautismo, nació en la ciudad de Lisboa, en Portugal. Apenas cumplió los 15 años, resolvió seguir a Cristo en la Orden de los Canónigos de San Agustín, con quienes se inició en la vida religiosa, hizo sus votos y, finalmente, se ordenó sacerdote. El año 1220, pasaron por su monasterio de Coimbra, algunos franciscanos que llevaban consigo las reliquias de sus primeros mártires, sacrificados para el Señor en Marruecos. Fernando se sintió electrizado al contemplar aquellos sangrientos restos. Pidió y obtuvo pasarse a la Orden recién fundada por Francisco de Asís. Logró asimismo ir desde luego a misionar al norte de África, mas apenas llegado a las costas africanas, enfermó gravemente. Se vio forzado a emprender el viaje de regreso a su patria; pero la nave que lo llevaba a Portugal, sorprendida por furiosa tempestad, fue a dar a las costas de Sicilia. El buen clima de la isla devolvió la salud al fraile Antonio, que tal era el nombre que había recibido al revestir el Sayal franciscano.

Antonio fue entonces destinado a morar en el eremitorio de Montepaolo, cerca de Forli. Allí vivió en retiro entregado a la contemplación y al estudio, hasta que un día predicó de repente, por obediencia, sin previa preparación, un sermón tan rico en doctrina y tan conmovedor, que al punto los superiores, lo destinaron a la predicación. Desde entonces, Antonio recorrió la Italia central y la parte norte, así como parte de Francia, provocando numerosas conversiones.
Nuestro santo, no vivía para sí, sino para socorrer, con la palabra viva del Evangelio, a toda clase de cristianos. Su palabra, como la de San Pablo, no era según la humana sabiduría, sino que se fundaba sobre el poder de Dios, que confirmaba sus discursos con espléndidos milagros.
Nuestro gran santo, para la mayor gloria de Dios, se consagró totalmente al ejercicio de la caridad hacia sus semejantes, y por esto, con mucha razón su memoria vive en bendición. Terminaré con las palabras tan conmovedoras de uno de tantos sermones del gran santo: «Cesen por favor, las palabras, y sean las obras las que hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice, como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo». «La norma del predicador dice San Gregorio: es poner por obra lo que predica». En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana, el que la contradice con sus obras. Aquí tienen en breve la vida, virtudes y ejemplos de nuestro santo. Justo es, pues, que celebremos hoy la memoria de quien tanto se distinguió, al grado de ser amado de Dios y de los hombres, de una manera especial. Imitemos a nuestro santo Patrono; él mismo nos hace la invitación por boca de san Pablo: «Sean mis imitadores, como yo lo soy de Cristo…» Imitadores en sus virtudes y ejemplos.

Realmente, si han venido a honrarle, ha sido también con el deseo de imitarlo para bien de su alma. Acudamos, pues, a él, en este su día; arrodillémonos ante su bendita imagen y pidámosle que, por su intercesión, nos alcance de Dios la gracia y fortaleza que necesitamos para seguir luchando contra los enemigos de nuestra alma y de nuestro cuerpo; pidámosle, más que todo, nos alcance de Dios misericordia, para que ÉL nos perdone si en algo le hemos ofendido por nuestra falta de fe; por desprecios e ingratitudes, y prometámosle que, en adelante, nosotros seremos fieles imitadores suyos para poder alcanzar lo que le pedimos.
San Antonio de Padua: Aquí tienes a tus hijos, reunidos en este día; han venido llenos de regocijo, para honrarte, felicitarte y depositarte todos sus secretos: sus penas, enfermedades y amarguras de la vida y, por qué no, también sus alegrías por la satisfacción del deber cumplido. Atiende a las súplicas que te hacen, óyelas favorablemente para que, como intercesor que eres, tengas a bien llevarlas hasta el trono de Dios. No te olvides nunca de tus hijos, antes por el contrario, síguelos guiando por el sendero del bien, ya que a ti han sido encomendados: Dános tu bendición; protégenos siempre para que, tarde que temprano vayamos también a gozar de Dios por toda la eternidad.

Autor: Pbro. Alberto Fonseca Mendoza +2021
Residió en la casa sacerdotal
Reflexiones, Sacerdocio
¿Días de oración, ayuno, abstinencia o vacación??
Se dice que la Semana Santa, llamada “semana mayor” del año, por los últimos días de Jesús, es una semana especial en la cual cada persona o familia de acuerdo a su Fe le da el sentido que le acomode.
Algunos la viven más apegados a la oración, guardando el ayuno y la abstinencia del viernes santo y participando en los oficios de la parroquia.
Otros la viven descansando en una playa o lugar de turismo, obvio como compensación al trabajo o esfuerzo realizado.
Unos terceros, presumiendo ser discípulos de Jesús, se adentran en el Misterio Pascual, que les permite descubrir el corazón de Dios, que tanto ama al mundo y que les ha entregado a su propio Hijo, como justificación de sus pecados.
En efecto: nuestro Padre Dios, Creador y Señor del universo y del hombre, una vez que constata el pecado y las incongruencias de su criatura, no lo castiga, sino que le envía a su propio Hijo para que, jugando el papel de Redentor pague el precio del pecado y con su vida de hombre, le muestre el verdadero sentido de la vida, en las penas y alegrías y en el vasto campo de la vida común.
El Padre y el Hijo no contentos con su obra de reparación y entrega, envían a la tierra al Espíritu Santo, espíritu de fortaleza, ciencia y sentido común para que, lo que enseñó Jesús, el Salvador, no caiga en saco roto, sino que lo aproveche y al estilo de Jesús sea hombre de bien, viviendo intensamente la vida del espíritu y del cuerpo.
Los días de semana santa, pues, consisten en admirar y seguir a Jesús en los últimos momentos de su vida terrena.
Son el culmen de una vida austera y de ejemplo para todos los humanos. Son la riqueza espiritual de 33 años que vivió entre nosotros y con nosotros. Son la vida de un hombre serio, alegre y responsable que obedeciendo al Padre; cumple perfectamente sus mandatos y consejos, especialmente en ese gran amor a Dios y al prójimo.
El Domingo de Ramos es el inicio de estos últimos momentos, que nos introducen en el misterio del Hombre-Dios, que entra triunfante en Jerusalén para recibir los aplausos y honores merecidos, de su vida de servicio y amor; pero a la vez es el anuncio último de su Pasión, Muerte y despedida de su vida de hombre.

En esta ocasión el evangelista San Lucas nos narra con detalle el relato de la Pasión del Señor, su Muerte y el destino último de su vida humana.
Y tiene detalles que no mencionan los otros evangelistas, como la bondad e inocencia de Jesús, que aparecen en los diálogos con Pilatos y otros.
¡No hay en la historia humana, otro Hombre como Él, que ame tanto al hombre como persona y en conjunto!
¡Siempre lo distinguen la misericordia, el perdón, la sencillez y la preocupación, para que todo hombre conozca a su Padre y lo honre como Él merece!
¿Qué te dice esta semana?! ¿Cómo la deseas aprovechar?
Reza un refrán: amor, con amor se paga; ¿serás capaz de brindarle ese amor a Jesús, tu Salvador y Redentor?

Autor de la reflexión:
Pbro. José Medina Montoya
Residente de la casa Sacerdotal, 82 años de edad y 60 años de ordenado.
Reflexiones, Sacerdocio
FIESTA DE LA EPIFANÍA
El término epifanía no es muy común, pero contiene una riqueza insondable. Con este acontecimiento nuestro Señor nos quiere decir cuánto nos ama. Él ha nacido no solo para el pueblo de Belem, sino para todos los pueblos de la tierra y para todos los hombres. Si entregó su vida por nosotros es para salvarnos a todos. El mayor gusto que le podemos ofrecer es cooperar con Él, para que seamos salvos. En palabras de San Agustín: “Inquieto Señor, esta mi corazón, hasta que no descanse en Ti”.
Ahora pues, que nuestros niños se gozan con sus regalos con motivo de día de Reyes, aprovechemos este maravilloso intercambio, para convertirlo en el cambio que Dios realiza con nosotros. Recibamos espiritualmente la Divinidad de Jesús, nuestro Salvador y démosle nuestra humanidad para que Él la cambie en una fusión maravillosa que nos transforme en hombres nuevos, imágenes de Él en el mundo, en nuestros ambientes y sobre todo en nuestras familias.
¡Feliz fiesta de reyes para todos y de un modo particular para los pequeños!
Pbro. José Medina Montoya
Reflexiones, Sacerdocio
«NOCHE DE NAVIDAD»
Alegrémonos y regocijémonos, porque hoy ha descendido la paz a la tierra; hoy nos ha nacido Jesús, es decir, el amor de nuestros amores, la esperanza de nuestro corazón, la dicha de nuestra alma, el dulcísimo Jesús.
¿Lo ven? Acérquense, ahí esta… todo hermoso y placentero, todo tierno y amoroso, todo suavidad y candor, ahí está robándonos el corazón con sus primeras sonrisas y lágrimas; ahí está para que le amemos, le besemos y le hablemos con sencillez amorosa.
¿Quien es ese niño que tirita de frio recostado en duras pajas? es Dios, quien, llevado de su amor a los hombres, se ha hecho hombre para salvar a los hombres: es el Verbo Eterno, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Si nosotros celebramos alegres el nacimiento de Dios, hemos de hacerlo desde una perspectiva de fe, para que, en medio del ruido, las alegrías de la mesa, el folclor y el romanticismo sentimental de los villancicos, no se nos escape lo más profundo y valioso del nacimiento de Jesús.
Celebremos en cristiano la Navidad, construyendo la paz en nuestro ambiente de familia, vecinos, amigos y compañeros de trabajo, repartiendo amor a los demás sin esperar nada a cambio.
Pbro. Alberto Fonseca Mendoza
Reflexiones, Sacerdocio
El sagrado corazón de Jesús
«Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados por la carga que Yo los aliviaré. Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de Corazón, y hallarán el descanso para sus almas. Porque suave es mi yugo y ligera mi carga». Mateo 11,28-30.
Basta abrir las Sagradas Escrituras, para convencerse de la lucha amorosa sostenida entre Dios y el hombre en todos los siglos. Dios quiere, en su infinita misericordia reconquistar el corazón humano, obra de sus manos, su encanto, su delicia, su ideal. El hombre a su vez busca a Dios, su Creador, su padre, su benefactor y su verdadera felicidad para reconciliarse con ÉI, entregarle su Corazón con todos sus afectos y sentimientos, adueñarse del suyo, y así ennoblecerse y divinizarse. El señor se dirige a los hombres de todos los tiempos: denme hijos míos su corazón y fijen sus ojos en mis caminos… preparen su corazón,y sírvanme a mí sólo (Proverbios 23-26).
Y cuando el Hijo de Dios aparece humanado en medio del mundo, conversando con los hombres, insiste en pedirles su corazón, para curarlo de sus dolencias, elevarlo y hacerlo semejante al suyo: dulce, manso y humilde. Desde el pesebre hasta el Calvario, no pide otra cosa… Sube a las montañas, cruza las llanuras, desciende hasta las hondonadas de los valles, y recorre todos los caminos, buscando siempre con afán, entre ruegos y gemidos, el corazón humano que El ha creado para su gloria. Es crucificado y sufre lo indecible, muere y resucita; sube al cielo y se sienta Omnipotente a la diestra de su Padre y al mismo tiempo permanece en la tierra, humillado hasta el exceso, en los sagrados velos de la Eucaristía… siempre sediento de amor y resuelto a conquistar el corazón del hombre. ¡Misterios insondables! El amor infinito empeñado en obtener la correspondencia del mezquino corazón humano. Los que le vieron, dan testimonio de que pasó por el mundo, invitando a todos a que fueran a Él, a consolarse de sus pesares, a aliviar la carga de sus trabajos, a fortalecerse y a aprender en la escuela de su Corazón, las preciosas lecciones de humildad y pureza, mansedumbre y dulzura, que desde la casa de su Padre trajo a nuestra tierra.

¿Qué se entiende por el Corazón de Jesús? Es sencillamente el corazón material, el corazón de carne del divino Salvador, el mismo que fue herido
con la lanza del soldado en la cruz, el mismo que Jesucristo resucitado conserva aún en su gloriosa humanidad: es, pues, el corazón de carne, pero en cuanto símbolo y emblema de la caridad de Jesucristo, o sea, del amor que tiene a su Eterno Padre y a los hombres. Porque, efectivamente, así como el hombre se compone de cuerpo visible y de alma invisible, así también, el objeto de la devoción al Corazón de Cristo, se compone de dos elementos: uno material y sensible, que forma como el cuerpo de esta devoción, y es el Corazón de Jesús, y otro espiritual, que constituye como su alma, y es la caridad de que está lleno el mismo corazón. Separar estos dos elementos, sería destruir la devoción al Sagrado Corazón, como los Jansenistas que en rigor convenían en que se honrase la caridad de Jesucristo, mas no consentían que se honrase el corazón de carne y material.
Simplemente no tenían la devoción al sagrado corazón, Así pues, el objeto de esta devoción es justamente el corazón de carne de Jesús y el amor con el que latía. El corazón como elemento simbólico, y el amor el elemento simbolizado.
“Bajo el símbolo del corazón se adorna el amor”. Nos dice la liturgia.
¿Qué es lo que pide el Corazón de Jesús?… Jesús, al instituir la devoción a su sagrado Corazón, no se propuso otro fin que hacerse amar de los hombres; y para que así lo entendiésemos, bastaba darnos su Corazón, es decir, su amor, para que nosotros a la vez le diésemos el nuestro. NO. ocultó su intento, antes bien lo declaró terminantemente a Margarita María, diciendo: Tengo sed y me abraso en deseos de ser amado; quiero convertir las almas a mi amor. Y la Iglesia, siempre que habla de la devoción al Sagrado Corazón, dice que, el fin y la única razón de ser de esta devoción, está en hacernos dar al Salvador, amor por amor.
Pbro. Alberto Fonseca Mendoza
Reflexiones, Sacerdocio
LA SANTA CRUZ
«Dios me libre de gloriarme si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Gálatas 6,14
El significado principal de cruz es único: designa el instrumento de suplicio en general, y más en concreto, el instrumento de suplicio en que Jesucristo ha muerto libremente para la redención de los hombres. Su función histórica trascendental ha ampliado y enriquecido este significado principal. Es una realidad histórica pasada, a la que nos acercamos por medio del recuerdo y la devoción; es también un misterio presente, operante siempre en la vida del cristiano y del hombre en general; es el centro de todo el misterio cristiano: centro del cristianismo es Cristo encarnado, de Cristo encarnado su pasión, y centro de la pasión es la cruz. Por eso la cruz se ha convertido merecidamente en símbolo del cristianismo.
Es un gesto con que se traza sobre personas o cosas una señal en forma de cruz. Es una práctica frecuente entre los cristianos, por lo menos desde el siglo II. Nos signamos la frente a cada paso y a cada movimiento, al principio y al fin de cada obra, al vestirse y al calzarse, al lavarse, a la mesa, al encender las luces, al ir a acostarse, al sentarse, y en cualquier otra tarea que nos ocupe. La cruz ha sido siempre una devoción muy difundida entre el pueblo y entre los ambientes más cultos. Aun actualmente se practica en abundancia: bendiciones dentro y fuera de la liturgia, en la administración de todos los sacramentos, incluso la eucaristía, en las horas litúrgicas, al comienzo de otras devociones privadas; al emprender un viaje o cualquier tarea algo importante de la vida diaria, al empezar a sembrar un campo, al entrar en la iglesia, etc. La señal de la cruz es una profesión de fe y una plegaria invocativa al mismo tiempo. Al hacerla devotamente, el cristiano confiesa su pertenencia a los seguidores de Cristo, el crucificado, y hecha públicamente, denota que el individuo mira esta pertenencia como un título de gloria. Consta, por la tradición litúrgica que, la fiesta de hoy 3 de mayo, se celebraba en Jerusalén ya en el siglo V. Su título contiene la finalidad y fijación de la misma: enaltecer y glorificar la cruz del Señor.
Porque la cruz, señal del discípulo de Cristo, no es signo de muerte, sino de vida, como expresa el simbolismo de la serpiente de bronce en el desierto; no de infamia y derrota, sino de salvación y victoria; no de masoquismo, sino de amor.

El prefacio de la misa de hoy condensa bien el sentido de esta fiesta: Te damos gracias Señor porque has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz para que, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida; y el que, venció en un árbol, fuera en otro árbol vencido por Cristo, Señor nuestro. Alusión manifiesta al pecado de origen y a la redención por Cristo, el nuevo Adán, el hombre nuevo. San Pablo, que reflexionó profundamente sobre la paradoja de la cruz, decía: «Dios me libre de gloriarme si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Los judíos piden signos, los griegos, buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo y necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos- fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Desde esta perspectiva, la cruz cambia de signo.
Esta es también la visión del cuarto evangelio, Juan, para referirse a la pasión y muerte de Jesús, emplea siempre el término glorificación, la mayoría de las veces en labios de Cristo mismo. Jesús es un rey paradójico que reina desde el trono de la cruz: «Cuando yo sea levantado sobre la cruz, atraeré a todos hacia mí». En la cruz del Señor se cumplió el repetido anuncio de Jesús sobre su muerte violenta en Jerusalén. La pregunta es clara: ¿Por qué tenía que ser así? La respuesta más profunda y válida solamente Dios puede darla. Pisamos el terreno impenetrable del querer divino. Este es el motivo y la razón de la obediencia de Cristo: el designio del Padre, es decir, la salvación del hombre a quien Dios ama. Creemos y decimos que la cruz es la Señal del cristiano, no por masoquismo espiritual, sino porque la cruz es fuente de vida y liberación total como signo que es del amor de Dios por medio de Jesucristo. El misterio de la cruz en la vida de Jesús – y por tanto en la nuestra- es revelación cumbre de amor; y no consagración del dolor y del sufrimiento. Este no es ni puede ser en sí mismo fin, sino solamente medio para expresar amor. El modo más verídico y más auténtico, pues nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Por eso pudo mandarnos Jesús: Ámense como yo los he amado. El amor que testimonia la cruz de Cristo, es la única fuerza capaz de cambiar el mundo, si los que nos decimos sus discípulos seguimos su ejemplo. El poema sublime de amor que es la vida, pasión y muerte de Jesús, pide de nosotros una respuesta también de amor: Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero. Jesús pudo habernos salvado desde el triunfo y la gloria, es decir desde fuera, como un superhombre. Pero prefirió hacerlo desde dentro de nuestra condición humana, ser uno mas, demostrándose a base de humildad, servicio, obediencia y renuncia, en Vez de imponerse desde el dominio y el poder, como en nuestro estilo. Cristo siendo Dios se rebajó hasta someterse, no sólo a la condición humana, sino incluso a una muerte de cruz; por eso Dios lo levantó sobre todo. Su abajamiento le mereció una exaltación gloriosa en su resurrección, un nombre sublime y la adoración del universo entero como Señor resucitado y glorioso. Jesús nos invita a seguirlo en la auto negación que nos libera, abrazando con amor la cruz de cada día, siempre presente de una u otra forma y de la que inútilmente intentamos escapar.
Saber sufrir por amor, es gran sabiduría, la sabiduría de Dios.
Pbro: Alberto Fonseca Mendoza
Reflexiones, Sacerdocio
San José obrero
Día internacional del trabajo
«Dichoso el que teme al Señor y cumple su voluntad. Él gozará el fruto de su trabajo, tendrá prosperidad y alegría». Sal. 127, 1-2
La Iglesia, al presentarnos hoy a San José como modelo, no se limita a valorar una forma de trabajo, sino la dignidad y el valor de todo trabajo humano honrado. En la primera lectura de la misa leemos la narración del génesis en la que se muestra al hombre como partícipe de la Creación. También nos dice la Sagrada Escritura que puso Dios al hombre en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardase. El trabajo, desde el principio, es para el hombre un mandato, una exigencia de condición de criatura y expresión de su dignidad. Es la forma en la que colabora con la Providencia divina sobre el mundo. Con el pecado original, la forma de esa colaboración, el cómo, sufrió una alteración: Maldita sea la tierra por tu causa, leemos también en el génesis; con fatiga te alimentarás de ella todos los días de tu vida… Con el sudor de tu frente comerás el pan… Lo que habría de realizarse de un modo apacible y placentero, después de la caída original se volvió dificultoso, y muchas veces agotador. Con todo, permanece inalterado el hecho de que la propia labor está relacionada con el Creador y colabora en el plan de redención de los hombres. Las condiciones que rodean al trabajo, han hecho que algunos lo consideren como un castigo, o que se convierta, por la malicia del corazón humano cuando se aleja de Dios, en una mera mercancía o en instrumento de opresión, de tal manera que en ocasiones se hace difícil comprender su grandeza y su dignidad. Otras veces, el trabajo se considera como un medio exclusivo de ganar dinero, que se presenta como fin único, o como manifestación de vanidad, de propia autoafirmación, de egoísmo… olvidando el trabajo en sí mismo, como obra divina, porque es colaboración con Dios y ofrenda a Él, donde se ejercen las virtudes humanas y las sobrenaturales.
Durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo como algo sin valor o envilecedor. Y con frecuencia observamos cómo la sociedad materialista de hoy divide a los hombres por lo que ganan, su capacidad de obtener un mayor nivel de bienestar económico, muchas veces desorbitado. Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Esto es lo que nos recuerda la fiesta de hoy, al proponernos como modelo y patrono a San José, un hombre que vivió de su oficio, al que debemos recurrir con frecuencia para que no se degrade ni se desdibuje la tarea que tenemos entre manos, pues no raras veces, cuando se olvida a Dios, la materia sale del taller ennoblecida, mientras que los hombres se envilecen, como nos dice el Papa Pío XI. Nuestro trabajo, con ayuda de San José, debe salir de nuestras manos como una ofrenda gratísima al Señor, convertido en oración.

El Evangelio de la misa nos muestra, una vez más, cómo a Jesús le conocen en Nazaret por su trabajo. Cuando vuelve Jesús a su tierra, sus vecinos decían: ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No es su madre María?… En otro lugar se dice que Jesús siguió el oficio del que le hizo las veces de padre aquí en la tierra, como ocurre en tantas ocasiones: ¿No es este el carpintero, hijo de María?.. El trabajo quedó santificado al ser asumido por el Hijo de Dios y, desde entonces, puede convertirse en tarea redentora, al unirlo a Cristo Redentor del mundo. La fatiga, el esfuerzo, las condiciones duras y difíciles, consecuencia del pecado original, se convierten con Cristo en valor sobrenatural inmenso para uno mismo y para toda la humanidad. Sabemos que el hombre ha sido asociado a la obra redentora de Jesucristo, que ha dado una dignidad eminente al trabajo ejecutándolo con sus propias manos en Nazaret.
Pbro. Alberto Fonseca Mendoza
Reflexiones, Sacerdocio
VOCACIÓN
Si pudiera, mi dulce Señor, buscaría la escalera al cielo para encontrarte en tu pedestal prisionero del madero. Si pudiera, te quitaría la corona, la de espinas, la que ciñe tus sienes, la de la ignominia, la corona que sentencia a los inocentes, la de la maldad, la corona de la insensatez . Si pudiera, desaparecería esa corona de dolor y de muerte o cuando menos la volvería inofensiva quitándole una a una las espinas, para que ya no hiera, para que no derrame sangre y deje de ser el símbolo de la tragedia. Si pudiera, señor, te pediría que me dejaras curar tus llagas, suturar tus heridas, drenar tus hematomas, como lo he hecho durante muchos años con mis pacientes. Si pudiera, me aprestaría a desbridar de tus manos y tus pies los clavos que te tienen atado a esa cárcel y entonces suplicarte que vuelvas a peregrinar en los caminos y te quedes con nosotros. Aquí y ahora; aquí, allá y en todas partes. No hay lugar en que tu presencia no sea necesaria, haces falta a cada paso, el encuentro cotidiano y continuo reconforta y alienta. Entonces, si pudiera, no me cansaría de implorar vuelvas tu mirada a todos los campos de batalla en los que se da la tremenda lucha, cuerpo a cuerpo, de persona a persona, del equipo de salud y enfermos contra el invisible y devastador enemigo. Otra vez una corona de espinas. El escenario de la conflagración se da desde los consultorios, los hospitales, las salas de urgencias y las unidades de terapia intensiva, en las que los ejércitos de ángeles en lugar de alas tienen batas, cubrebocas, gorros y guantes, aliados para la defensa y el ataque con la ciencia y la tecnología.

Sin duda, si pudiera, mi ruego sería que tu espíritu llene esos espacios, los envuelva y proteja. Si pudiera, esperaría el milagro de que resucites la fe, tanto en la ciencia como en los hombres, de que calmes las aguas en la tormenta para disuadir el miedo y manejar el inevitable temor de la incertidumbre. Si pudiera, me hidrataría con el agua viva de tu manantial, para mantener la energía de las agobiantes jornadas de trabajo. Si pudiera, desearía que tu luz siempre llegue oportuna para iluminar el camino que debo tomar en el ejercicio de la medicina, para no
hacer daño y sanar a mis pacientes.
Si pudiera, asomarme a tu mente, para entender que la vida y la muerte no son solo el triunfo y la derrota, sino la materialización del amor al prójimo tejido con misericordia y servicio para poder aceptar la voluntad que viene de lo alto. Si pudieran, no perdería la esperanza.
Si pudiera, no renunciaría a mi vocación. Si pudiera, Señor mío, volvería acudir al llamado…
“EN MEMORIA DE TODOS LOS TRABAJADORES DE LA SALUD, EN EL MUNDO, QUE HAN SACRIFICADO SUS VIDAS LUCHANDO CONTRA LA PANDEMIA, Y EL MAYOR RECONOCIMIENTO A TODO EL PERSONAL SANITARIO QUE HEROICAMENTE SIGUE EN LA BATALLA”
Vengan benditos de mi Padre…porque estuve enfermo y me visitaron …
Mt 25,31-46
CDMX, 31 de marzo
Autor: Dr. José Sáchez Chibrás
Reflexiones, Sacerdocio
LA EUCARISTIA Y EL HAMBRE POR DIOS
El ser humano es un ser necesitado. Es estar atrapado en una constante búsqueda de algo más, algo más que satisfaga cada anhelo, cada deseo dentro de nosotros. De hecho, cuanto más nos damos cuenta de lo limitados que somos, más vemos cómo nuestra existencia entera apunta a algo más allá de nosotros mismos. En ese Más Allá está nuestro significado, nuestra meta. Este suspiro es lo que hace que el salmista grite: «¡Dios, eres tú para quien yo anhelo! ¡Por ti anhela mi cuerpo!» Ser humano es tener hambre.
Pero ¿cómo puede el salmista estar seguro de que Dios es la respuesta? El Catecismo nos dice que «el deseo de Dios está escrito en el corazón humano, porque el hombre es creado por Dios y para Dios; y Dios nunca cesa de atraer al hombre hacia Él» (CCC, 27). Dios mismo coloca el deseo por Él en nuestros corazones, y el mismo Dios hace que nuestros corazones le griten llenos de esperanza. Rendirnos al Misterio, el Misterio del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo en lo que parece ser un pedazo de pan, es lo más razonable que podemos hacer. Porque nos hicieron para ese Misterio. Lo sabemos muy dentro de nosotros mismos. Es el camino elegido por Dios para atraernos incesantemente a Él. Alguien escribió una vez que «la experiencia más bella y más profunda que un hombre puede tener es el sentido de lo misterioso … Sentir que detrás de todo lo que puede experimentarse hay algo que nuestra mente no puede captar y cuya belleza y sublimidad nos alcanzan solo indirectamente … esto es religiosidad «. Sorprendentemente, esas son las palabras de Albert Einstein. Y si un hombre tan dedicado a la ciencia estaba dispuesto a admitir la necesidad indispensable de ser religioso antes del Misterio, entonces no debemos tener ninguna duda sobre lo que estamos haciendo cuando nos encontramos ante el tabernáculo o la custodia en la adoración.
Del libro Jesús presente ante mi.
Reflexiones, Sacerdocio
«NOCHE DE NAVIDAD»
«Un niño nos ha nacido; un hijo se nos ha dado. La insignia del poder está sobre sus hombros, y se le llamará Ángel del Gran Consejo». Isaías 9.6
La alegría más franca y jubilosa se respira por doquier en esta hermosa noche de Navidad. Fue precisamente a medianoche, cuando legiones inmensas de ángeles, cantaron en los espacios estelares, al son de sus liras de oro, aquel himno eternamente bello y eternamente nuevo: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor»- y a canción tan melodiosa, se despertó toda la tierra que, a su vez, ha corrompido en cantares de alegría; y la Iglesia, se ha revestido de sus brillantes vestiduras, y corrompe en aleluyas ingenuos cual si le hubiesen franqueado las puertas del paraíso; y el coro se desata en raudales de armonías… y es el Oficio de las Horas Litúrgicas; y son las Misas de la presente solemnidad, una explosión inmensa de regocijo; un concierto de ángeles; de santos inspirados por el amor y la esperanza. ¡Canten, canten! Nos dicen los Salmos. ¡Regocíjense! Nos repiten los profetas. ¡Pueblos todos de la tierra, aplaudan con ambas manos! Nos intima el Real salmista. Les anunciamos un grande gozo, replican los ángeles. Y, la santa Iglesia, recogiendo todas estas invitaciones, entona más solemne que nunca aquel himno hermoso.. «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».. y canta con Júbilo de su alma: «Por tu inmensa gloria, te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor, Dios, Rey celestial». Y nuestro Pueblo se asocia a esas alegrías, y una ola de placer se difunde por las calles y las plazas, y baña todos los hogares, porque, LA NAVIDAD ES UNA FIESTA DE LA FAMILIA, reflejo que es del amor de Cristo a su Pueblo, la Iglesia, y de la fuerza creadora de Dios visible en la paternidad y maternidad humanas.

Por este motivo, en esta noche de paz y de amor, un matrimonio cristiano, trae jubiloso al recién nacido, a la Iglesia (un miembro de la familia, recuesta, gozoso, al recién nacido, en el pesebre instalado en el hogar), para arrullarlo con nuestros cantares y alabanzas y, recordar que, si cuando un nuevo angelito hace su aparición en el seno de la familia, hay alegría, hay emoción que no se pueden describir, con mayor razón cuando se trata de recibir al Niño Jesús, el Señor de Señores, el Rey de Reyes, el Salvador del mundo.
Alegrémonos, pues, y dejemos nuestras penas al olvido, que motivos suficientes tenemos para ello, ya que hoy, como dice San Cipriano, se nos anuncia gozos desde el cielo.
Pbr. Alberto Fonseca Mendoza