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San Antonio de Padua.

San Antonio de Padua, es el santo de los milagros, de acuerdo con la devoción popular, pues encuentra buen marido a la joven casadera que no halla, y descubre las cosas perdidas a sus devotos; pero, mil veces más importante que todo esto, es el testimonio que durante su vida brindó a los fieles, un testimonio de plena entrega al servicio del Evangelio. Fernando, tal era su nombre de bautismo, nació en la ciudad de Lisboa, en Portugal. Apenas cumplió los 15 años, resolvió seguir a Cristo en la Orden de los Canónigos de San Agustín, con quienes se inició en la vida religiosa, hizo sus votos y, finalmente, se ordenó sacerdote. El año 1220, pasaron por su monasterio de Coimbra, algunos franciscanos que llevaban consigo las reliquias de sus primeros mártires, sacrificados para el Señor en Marruecos. Fernando se sintió electrizado al contemplar aquellos sangrientos restos. Pidió y obtuvo pasarse a la Orden recién fundada por Francisco de Asís. Logró asimismo ir desde luego a misionar al norte de África, mas apenas llegado a las costas africanas, enfermó gravemente. Se vio forzado a emprender el viaje de regreso a su patria; pero la nave que lo llevaba a Portugal, sorprendida por furiosa tempestad, fue a dar a las costas de Sicilia. El buen clima de la isla devolvió la salud al fraile Antonio, que tal era el nombre que había recibido al revestir el Sayal franciscano.

Antonio fue entonces destinado a morar en el eremitorio de Montepaolo, cerca de Forli. Allí vivió en retiro entregado a la contemplación y al estudio, hasta que un día predicó de repente, por obediencia, sin previa preparación, un sermón tan rico en doctrina y tan conmovedor, que al punto los superiores, lo destinaron a la predicación. Desde entonces, Antonio recorrió la Italia central y la parte norte, así como parte de Francia, provocando numerosas conversiones.

Nuestro santo, no vivía para sí, sino para socorrer, con la palabra viva del Evangelio, a toda clase de cristianos. Su palabra, como la de San Pablo, no era según la humana sabiduría, sino que se fundaba sobre el poder de Dios, que confirmaba sus discursos con espléndidos milagros.

Nuestro gran santo, para la mayor gloria de Dios, se consagró totalmente al ejercicio de la caridad hacia sus semejantes, y por esto, con mucha razón su memoria vive en bendición. Terminaré con las palabras tan conmovedoras de uno de tantos sermones del gran santo: «Cesen por favor, las palabras, y sean las obras las que hablen. Estamos repletos de palabras, pero vacíos de obras, y por esto el Señor nos maldice, como maldijo aquella higuera en la que no halló fruto, sino hojas tan sólo». «La norma del predicador dice San Gregorio: es poner por obra lo que predica». En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana, el que la contradice con sus obras. Aquí tienen en breve la vida, virtudes y ejemplos de nuestro santo. Justo es, pues, que celebremos hoy la memoria de quien tanto se distinguió, al grado de ser amado de Dios y de los hombres, de una manera especial. Imitemos a nuestro santo Patrono; él mismo nos hace la invitación por boca de san Pablo: «Sean mis imitadores, como yo lo soy de Cristo…» Imitadores en sus virtudes y ejemplos.

Realmente, si han venido a honrarle, ha sido también con el deseo de imitarlo para bien de su alma. Acudamos, pues, a él, en este su día; arrodillémonos ante su bendita imagen y pidámosle que, por su intercesión, nos alcance de Dios la gracia y fortaleza que necesitamos para seguir luchando contra los enemigos de nuestra alma y de nuestro cuerpo; pidámosle, más que todo, nos alcance de Dios misericordia, para que ÉL nos perdone si en algo le hemos ofendido por nuestra falta de fe; por desprecios e ingratitudes, y prometámosle que, en adelante, nosotros seremos fieles imitadores suyos para poder alcanzar lo que le pedimos.

San Antonio de Padua: Aquí tienes a tus hijos, reunidos en este día; han venido llenos de regocijo, para honrarte, felicitarte y depositarte todos sus secretos: sus penas, enfermedades y amarguras de la vida y, por qué no, también sus alegrías por la satisfacción del deber cumplido. Atiende a las súplicas que te hacen, óyelas favorablemente para que, como intercesor que eres, tengas a bien llevarlas hasta el trono de Dios. No te olvides nunca de tus hijos, antes por el contrario, síguelos guiando por el sendero del bien, ya que a ti han sido encomendados: Dános tu bendición; protégenos siempre para que, tarde que temprano vayamos también a gozar de Dios por toda la eternidad.

Autor: Pbro. Alberto Fonseca Mendoza +2021

Residió en la casa sacerdotal

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