Fieles difuntos

«Asi como Jesús murió y resucitó, de igual manera debemos creer a los que mueren en Jesús, Dios los llevará con él. Y así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida».

La muerte, en su materialidad biológica y ontológica, es la separación del alma del cuerpo en el hombre. El día de difuntos está impregnado de un sentimiento religioso en que se unen el afecto y los recuerdos familiares con la fe y la esperanza cristianas. Por este motivo suscita desde siempre un profundo eco en el pueblo de Dios. Antes de seguir adelante, digamos que hoy celebramos la vida y no la muerte. La religión cristiana no celebra el culto a la muerte, sino a la vida. Así lo resalta la liturgia de la palabra de hoy con sus múltiples lecturas y las oraciones de la misa. Todo el conjunto nos habla de resurrección y vida; y la referencia omnipresente es la resurrección de Cristo, de la que participa el cristiano por la fe y los sacramentos. Por eso el día 2 de noviembre no es una conmemoración para la tristeza nostálgica y la melancolía otoñal, añorando a los seres queridos que ya nos dejaron, sino un recuerdo esperanzado que expresa y continúa la comunión de los santos que ayer celebrábamos. Pues la fe nos ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros queridos hermanos ya difuntos, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera. La visita al cementerio, que en su etimología significa dormitorio, si bien nos refresca la memoria de los familiares que «se durmieron en el Señor», según la antigua expresión cristiana, precisamente por eso no da licencia para la amargura sin esperanza. La muerte es un dato de experiencia que tenemos siempre ante los ojos. La muerte biológica, su anuncio paulatino en la enfermedad y la vejez, su presencia brutal en los accidentes y catástrofes, y su manifestación en todo lo que es negación de la vida, debido a la violación de la dignidad y los derechos que la constituye el más punzante de los problemas humanos, el máximo enigma de la vida humana. Vida sin límite temporal es la más profunda aspiración que llevamos dentro.1Tes. 4,14

Como al final, la muerte nos puede siempre, nos sentiremos íntimamente frustrados si no tenemos una explicación satisfactoria a esta paradoja y enigma que es la muerte de un ser creado para la vida. 

La filosofía, las ciencias del hombre y la historia de las religiones han dado, desde siempre, respuestas más o menos convincentes al interrogante de la muerte, que se formula con este dilema básico: ¿Es la muerte un final o un comienzo? ¿Nos espera otra vida o la nada? ¿Sobrevivimos o somos aniquilados? ¿Al final del camino, está Dios o el vacío más absoluto? Según las creencias, así son las respuestas y actitudes vitales: miedo visceral, silencio hermético sobre un tema tabú, fatalismo indiferente ante un hecho natural e inevitable, hedonismo a tope ante la fugacidad de la vida (comamos y bebamos, que mañana moriremos), pesimismo, rebeldía, náusea existencial ante el mayor de los absurdos o bien la serena esperanza de la inmortalidad. Salvo la última, las demás actitudes no nos valen, porque, al quitarle el sentido a la muerte, dan en concluir que tampoco la vida lo tiene. Según eso, no valdría la pena vivirla. Así no se resuelve el enigma, pues en el fondo de la cuestión subyace también la pregunta sobre el sentido mismo de la vida humana. Desde la fe cristiana, queda fuera de toda duda el valor de la vida del hombre. Pero, dando un paso más adelante, el discípulo de Cristo identifica la vida futura en que cree y espera, con un ser vivo, personal y amigo que es el Dios de nuestro Señor Jesucristo, y de cuya vida participa ya ahora y continuará gozando en su destino futuro. Fundamento de tal creencia y esperanza es nuestra fe, basada en los gestos salvadores de Dios por medio de su hijo hecho hombre, Cristo Jesús, que murió y resucitó para darnos vida y salvación eternas. Cristo resucitado es la mejor y única respuesta válida al interrogante de la muerte. Toda la vida del creyente dice referencia a Cristo y su misterio pascual de vida a través, paradójicamente, de la muerte. Jesús es la razón última de nuestro vivir, morir y esperar en cristiano. Puesto que él se hizo igual en todo a nosotros (menos en el pecado), pasó también por el trance de la muerte para alcanzar la vida eterna. Ese es el itinerario que ha de recorrer su discípulo. La esperanza cristiana de resurrección y vida sin fin, se vincula y fundamente directamente en la resurrección de Jesús.

Pbro. Alberto Fonseca Mendoza

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